Un frasco de Nescafé, división México, aporta un dato confortante: con cada taza apoyas el desarrollo de 70 mil cafeticultores mexicanos. ‘Apoyas’ por no decir que, en cada taza de café congelado y vuelto a hacer líquido, te tragas 70 mil gotitas de sudor azteca transformadas en el néctar negro más ingrato de la Tierra. Tengo abandonado el frasco en la despensa, con restos de otra cosa. Lo había leído otras veces, pero no había decodificado –no me había molestado– aquel letrerito. Y de inmediato, más por distraído que por cuerdo, pensé en El Hambre, de Martín Caparrós.
Tendría 17 la primera vez que leí la etiqueta en un frasco similar y mi primer análisis coqueteó con lo matemático: ¿Cómo se convierten, no sé, cien mil frascos como este en un salario digno para un recogedor de café? Nestlé aspira a que nos sintamos orgullosos de bebernos su receta con la firme convicción de que mi desayuno instantáneo le hace más llevadera la vida a 70 mil personas de un país del tercer mundo, del OtroMundo, diría Martín Caparrós.
Nestlé no facturó 13 mil millones de dólares en 2020, un año malo, por el respeto a sus productores. En 2019, el mejor año de facturación para la transnacional suiza, unos 4 mil productores cafeteros, solo de Veracruz, se movilizaron porque Nescafé bajó el pago de la cosecha a seis pesos por kilogramo el mismo año que anunció el montaje de una nueva planta de 134 millones de dólares.
72 centavos pagó Nestlé por los 120 gramos que vende en Amazon como producto final a 51 pesos con 90. Pero este no sería ni el menor de los problemas de México, ni México el peor de los casos posibles.
“Este libro es un fracaso”
El Hambre (2014) comenzó a gestarse en el Níger profundo, cuando Caparrós visitó una casa muy típica, con tres cucharas, dos platos, una olla tiznada, una madre con dos chiquillos, más uno atado a la espalda. La casa de Aisha, la joven que le dijo que esa bola de grasa y mijo no la comía a diario, sino los días que podía. Y lo atormentó el cómo contar de otra forma, de una forma presente, el fenómeno que tantos trivializaron y mal contaron.
Intenté actualizar un referencia del libro: al ritmo del 2019, si usted se anima, en los seis minutos que le dedique a este ensayo habrán muerto por causas relacionadas al hambre unas 100 personas, mil en una hora, 24 mil en un día. Muchas personas. Es como para tomar en la mano el frasco de 120 gramos, como Hamlet al cráneo, y pensar en la pregunta clave del libraco del bigotón argentino: “¿cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que estas cosas le pasan a millones?”
Y sentirse ridículo, incapaz, como se sintió Caparrós, por ir hasta tan lejos con todas sus comodidades a conocer campesinos de Sudán del Sur, Bangladesh, Madagascar. A sus parcelas, sus vacas, sus mujeres. A entender cómo, a entender por qué.
“Este libro es un fracaso. Para empezar, porque todo libro lo es. Pero sobre todo porque un libro sobre el más grande fracaso del género humano no podía sino fracasar. A lo cual, está claro, contribuyeron mis imposibilidades, mis dudas, mi incapacidad. Y, aun así, es un fracaso que no me avergüenza: tendría que haber conocido más historias, pensado más cuestiones, entendido algunas cosas más. Pero a veces fracasar vale la pena.”
Martín Caparrós
La pierna congelada
Simpatizar con Martín Antonio Caparrós no resulta difícil. Por crítico, por sincero, por mordaz, por genio. Ha publicado más de 30 libros en 30 idiomas, ya cumplió los 64, es hijo ilustre de Buenos Aires. Trabajó para La Nación, Goles, El Porteño, El País, Babel, Página 12, Página 30…Colabora con otros tantos de corte narrativo y literario del continente, con los que algunos solo pueden soñar. Hasta un día se encaprichó en sacar un texto en el New Yorker.
Hubo una época donde escribió para poder viajar, otra donde viajó para poder escribir. Otra donde se exilió en París de la dictadura y aprovechó para escribir y licenciarse en Historia. Aquella donde ganó el Premio Rey de España por sus “Cónicas de fin de siglo”. Una donde abrió su propio sitio de cháchara y renunció al New York Times en español porque los editores, lascivos, le toqueteaban los textos.
A él, increíblemente. Un señor con miles y miles de páginas publicadas solo en formato libro. Al tipo que investigó y escribió en primera persona sobre los muxes (travestis) de Juchitán, la trata sexual de niños en Sri Lanka, sobre las ciudades sagradas de la India, los Senderos Luminosos del Perú, la ruta de la coca en Bolivia, el imperio de los sentidos del carnaval de Río, los bombardeos de Belgrado, las selvas de asfalto de Hong Kong. Al bigotudo que interpeló a Juan Rulfo en una feria lluviosa, a Evo Morales en su sindicato, a Díaz-Canel cuando usaba melena, a Videla haciendo footing por Buenos Aires, al periodista europeo que reportó más revoluciones que nadie y con los pies más pequeños. La lista se ensancha y distiende a tanta gente corriente.
Caparrós viajó varios continentes para escribir este relato de 616 páginas (591 en mi versión digital pirata) sobre el hambre como motor de la existencia humana y de los procesos históricos. De las guerras, holocaustos, las migraciones forzosas, la división social y clasista de los alimentos, el mal comer como ardid de los políticos, negocio de las transnacionales. Como carga muerta y eterna de los excluidos, los sobrantes de la agonía de este mundo.
Recorrió las tierras arroceras de Madagascar, los templos de la India para “curar el hambre”. Fue hasta la bolsa de Chicago para conocer cómo los accionistas más listos trasladaron sus capitales al mercado de los alimentos para escapar del crack inmobiliario del 2008 por el mero hecho de existir como intermediarios y que la especulación del trigo moviera 50 veces más dinero que la producción del trigo.

La primera nota de Caparrós para La Nación trató sobre la pierna congelada de un montañista que se había extraviado hace 12 años y encontraron unos austríacos. Entonces era un aprendiz de fotógrafo, llevaba melena y le servía café a cracks como Francisco Urondo, Miguel Bonasso, Rodolfo Walsh, su primer jefe en las policiales. Su último libro fue una novela distópica –Sinfín– donde la humanidad descubre en el 2070 una nueva forma de vida eterna que replantea la vida y la muerte de millones.
Uno de los últimos artículos de Caparrós que leí en el Times iban en la cuerda de lo distópico: dónde probablemente estaremos en 10 años, según los 10 años anteriores. Imposible ser optimista. Más fácil sería toparse con un cuerpo sin una pierna en el monte Aconcagua.
El hambre, hacia el interior
Algunos políticos detestan que no se defina por un bando. Que critique al peronismo –después de ser peronista–, a kirchneristas y a derechistas a partes iguales. Pero el presidente de argentino tuvo afinidad con Caparrós. Se conocieron en Madrid. Alberto Fernández creó la ‘Comisión contra el hambre’ que había prometido en su campaña. Públicamente, su preocupación luce genuina, pero casi dos años después Argentina sigue siendo el país que produce comida para 440 millones de personas y no puede alimentar bien a 15 millones de pobres.
En 2006, Caparrós publicó un libro de crónicas de viaje a las vastas periferias argentinas que tituló El Interior. Para Jorge Fernández puede ser leído como un “road movie” o “la gran novela argentina”. Para Jorge Carrión, como “un testimonio implacable, una implacable melancolía”. Caparrós se contentaba con saber que estaba buscando, y –apunta en otro libro– lleva años discutiendo con gente que dice que escribe relatos de viaje.
“Les contesto que nunca pensé estos textos como «relatos de viaje». Que nunca quise contar viajes (…) Pero ahora, revisando aquellas páginas para caer en estas, me encuentro con que, en esos días, escribía mucho sobre el viaje y su relato.”
Martín Caparrós
Resultaría sencillo encontrar el hambre en África, Asia, América, pero sólo un autor realmente sagaz puede irse a un país desarrollado y encontrar hambre disfrazada del asistencialismo caritativo o de la más común obesidad. O visitar los miles de villamiserables que viven de expurgar en los desechos de aquellos a la cabeza de la cadena del consumo. El 35% de la población argentina pasa hambre, seis de cada diez niños son pobres en uno de los cuatro países del mundo que se quedaron más pobres que hace un siglo.
“No hay ideología que haya funcionado –escribió Caparrós– sin convencer a los hambrientos de que lo son por su culpa, su culpa, su grandísima culpa”.
Los presidentes se turnan, las corporaciones de la carne y la soya se quedan. Estorban, los periodistas que no benefician a algún clan político.
***
No recomiendo leer este libro de un trago, ni hacer una lectura corriente, lineal. Es un libro referenciable, distinto, para volver en apuros. Resalté fragmentos que me ayudaron a entender la realidad de otros, o la de mi propio país. Repensé a las remesas como forma salvaje de la redistribución de la riqueza, a las huelgas de hambre como recurso violento contra uno mismo y contra un gobierno/poder/Estado en el que aún se confía, lo utópico de aliviar el hambre de una sociedad moderna con parcelas de autoconsumo, sobre aquellos tiempos en que solo aspirábamos a ser más iguales.
Caparrós no oculta su inclinación a la izquierda, su carácter antineoliberal. Sus guiños al materialismo dialéctico pasan a ser aplausos. Tampoco forzará nada. Buscará meterse con todas esas matrices que damos por sentado, que la industria cultural y del consumo se empeña en que demos por sentado. Caparrós quiso hacer que este libro fuera muchas historias, muchas voces, pero no sentarse a razonar se sintió improbable. Sin sus razonamientos, sin los datos, sin su punto de vista, más esa empatía de viejo sabio quizás no hubiera materializado otro de sus sublimes fracasos.
Por culpa de Martín Caparrós, de tener un frasco que presidió mi cocina y rellené con café criollo, ahora tengo a una tal María de Lourdes Santos que intenta sonreír y le sale una mueca. Y esa culpa, esa responsabilidad que implica el sentirse juez y parte de las miserias más cotidianas del OtroMundo, se lo agradeceré también a la lectura de El Hambre.
A propósito, en julio, a raíz de unas filtraciones del Financial Times, Nestlé reconoció públicamente que el 60% de sus productos para niños, el 96% de sus bebidas y el 99% de sus confituras no eran saludables. Sobre el café, nada se filtró. Ya olvidarán, pensará Nestlé, justo como olvidaron el escándalo de 2013.
Tardaría algunos semestres de filosofía en darme cuenta que mi preocupación adolescente por los 70 mil mexicanos resultaba menos matemática y más de economía-política. Pero Martín Caparrós siempre será el sudaka que me hizo respetar un poco más mi profesión y, a la vez, despreciar desde una nueva perspectiva los slogans cutres de mi frasco de vidrio Nescafé.