Afuera

Sep 10, 2020

Decía Carpentier que los pintores y poetas surrealistas pintaban y escribían al dictado de lo primero que le viniese a la mente y de lo segundo y lo tercero… 

Hoy remoloneé poco menos de una hora, dejé la cama sin tender, la cocina sin fregar, agarré la bicicleta: floja de aire, sucia y despintada junto con la basura: nauseabunda, húmeda, a punto de parir gusanos y cerré la puerta.

Salir de la casa es un ejercicio de cierre: cerrar ventanas, la puerta del balcón, apretar fuerte la llave del fregadero que siempre gotea, apagar el televisor, los ventiladores, la pila de la taza del baño, cuyo tanque tranca y destranca el botadero solo cuando quiere, tanque soberano, chantajista; tengo que cerrar como pinzas las falanges de mis dedos índice y pulgar para cerciorarme de que ambas gomas de la bicicleta están flojas de aire, pero no lo suficiente como para evitar que llegue al fin del mundo. ¿Ese mi destino? Creo que no, pero no descarto que se me ocurra a mitad de la calle y actúe en consecuencia. 

Cierro la jaba apestosa de la basura y alguna que otra vez el gas, esto último por el esporádico miedo que sufro –muy miedoso, sí– a que al llegar y prender luces haga “bum” por todo lo alto, como una estrella de rock, o que simplemente se acabe y tenga que hacer la cola y fajarme con los mandaderos  que traen consigo la fuerza moral de gran parte del barrio para marcar varias veces en la misma fila.

A los rayos es a lo que últimamente más le temo. Me están picando cerca, debe ser la causa. Qué mala suerte hay que tener para que te mate un rayo y cuánto de buena para que te parta y no te mate. ¿Se imaginan? Ha pasado. Sería como una especie de señal, un aviso “de arriba” para que pruebe mis dados en el mundo de la hazaña, del heroísmo, sin temor a nada. Claro, ¿qué miedo de qué?, si el rayo no pudo, ¿quién se tira?

Tirarse en bicicleta por la calzada de Diez de Octubre también asusta, no como el rayo, que te cae o no, aquí hay baches, velocidad, masa, gravedad, inercia, fricción, gente que cruza sin mirar, que camina por la calle, poco freno… tanto puede salir mal que hay un momento en el que se bloquea la cabeza, cierras los ojos y dices: “al carajo, que pase lo que pase, como si empieza a tronar”.

Miércoles, día atravesado, cintas amarillas por todas partes, no por todas pero sí por más de las que quisieras; tanta gente en la calle, 82 casos y personas enclaustradas por una cinta, por un catarro. A veces pareciera que los únicos a salvo son los “encuarentenados”. De la cinta para acá la vida sigue, hostil, como siempre, con colas, chismes, descuidos, algún muerto. Hay de todo en la calle, lo inimaginable, lo surrealista, que es eso que se va escribiendo, haciendo, pintando, ya decía, al dictado de lo primero que te viene a la cabeza y de lo segundo y de lo tercero.

Dos tipos conversan por la calle, sin mirar hacia atrás, sin atender. El más alto lleva una carretilla de carga, sobre ella va una vieja distraída jugando en su teléfono inteligente, o escuchando música, o marcando al primo, a la hija, al médico… –¿quién sabe?– de seguro para decirle que ya va en camino; está llegando. 

La señora bien vestida, tranquila, como quien antes de salir ejecutó de forma magistral todos los procesos de cierre: las pilas de la taza y el fregadero, las ventanas, el balcón, las orejas de la jaba de la basura ya podrida, la puerta. Vieja que controla todo y a quien parece no importarle nada; vieja con cara de haber sobrevivido a los mil rayos. ¿Cuántos harán falta para acabar conmigo? Soy invencible, no creo en nadie, mientras no se ponche “el chivo” todo irá bien o por lo menos todo irá o por lo menos iré. ¿Adónde? ¿Qué te importa?

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