El incremento sostenido de los costos se ha vuelto una espiral inalcanzable para cualquier bolsillo.
Por: Dayamis Sotolongo.
Los precios, en la vida real, son de otra galaxia. Gravitan por encima de todo: los salarios, las chequeras, el valor adquisitivo de las personas, los topes, las leyes. En la estratosfera donde están se han ido entronizando según los fije la oferta del mejor postor sin importar las leyes del mercado, las fichas de costo, los márgenes comerciales.
Lo único que parece estar calculado milimétricamente es una ecuación: nunca pierden los que siempre salen ganando. No debería ser esa la única solución posible. Coincidamos también en otra respuesta: los precios hoy son pura ficción y lo más preocupante es que no parece que nadie pueda traerlos a la realidad.
Cuando usted se para delante de cualquier tarima o frente a uno de los tantos portales (donde se vende lo mismo un paquete de papel sanitario que un par de chancletas) tiene la sensación de que se halla en un universo paralelo: un chupa-chupa, 90 pesos; una lata pequeña de pasta de tomate, 500; un paquete de sorbetos, 600; un queque, 25; una libra de malanga blanca, 80; una cabeza de ajo, 20; una libra de carne de puerco (si la consigue y puede ser más cara), 380; una carro de Cabaiguán a Fomento, 150.
La lista podría ser infinita, acaso porque al infinito tienden los precios. De lo contrario, ¿cómo entender que lo mismo que hoy se cotizaba a un valor mañana se triplique? ¿Cómo evitar que todos los que comercializan productos sean (re)vendedores? ¿Cómo ponerles frenos?
Y las preguntas parecen estrellarse también contra las mismas respuestas. El muro infranqueable de las tarifas cotidianas se ha ido levantando con la arcilla de una inflación galopante que nos derriba. Se han ido cimentando sobre una de las escaseces más áridas de los últimos tiempos y con la dureza de un mercado donde, lo admitamos o no, los precios los va fijando el valor en el que informalmente se cotizan las divisas extranjeras.
Tal vez porque la mayoría de los productos que se venden en los establecimientos particulares son importados. Quien los revende, para fijar sus precios primero saca cuentas del monto al que compró los dólares o los euros, el costo del pasaje, lo que invirtió en la mercancía, lo que pagó a los mulos que llevó consigo y hasta lo que le cobró el carro por transportarlo desde el aeropuerto hasta su casa. Y tengámoslo claro: nadie hace negocios para tener pérdidas.
La primera ganancia la aseguran de antemano: la demanda está garantizada, porque en ningún establecimiento estatal se comercializan confituras ni ninguno de los productos que importan. Es ese desabastecimiento estatal la primerísima causa de estas y otras consecuencias.
Y sí, de vez en vez, galletas, sorbetos, refrescos u otras golosinas se han vendido en la red de tiendas en Moneda Libremente Convertible (MLC) y, aunque se ha regulado su expendio por persona, nadie ha evitado que lo que muchas veces no se alcanza en horas, esté al por mayor en cualquier vidriera particular. Los consabidos tentáculos del cambalache.
Se ha ido tergiversando todo, al punto de que hoy la mayoría de los que comercializan son revendedores. A gran escala podrían encontrarse las mipymes, pues con la prerrogativa de importar al por mayor artículos varios, del mismo modo se han convertido en proveedores de negocios locales que terminan subiendo el precio de los productos adquiridos para luego comercializar.
Las mipymes no se han revertido totalmente en lo que conceptualmente las definía: actores económicos con personalidad jurídica, enfocados al desarrollo de la producción de bienes y la prestación de servicios. El camino ha distorsionado los conceptos y los destinos, aunque no en todos los casos ni en todo momento.
En la mayoría, lo que se importa hoy se revende mañana. Es una práctica entronizada no solo en los establecimientos particulares, los estatales que han tenido que buscar ingresos tras la descentralización de sus facultades, también han pecado de excesos. En las tarifas excesivas se han respaldado desde las ineficiencias hasta las utilidades de los trabajadores.
De ahí que se pueda vender en cualquier Mercado Ideal un pomo de refresco de 400 mililitros en 190 pesos; una frazada de piso en 250; o una goma de borrar en Artex en 70…
Que la autogestión o los encadenamientos productivos sean una forma de generar ingresos y, a su vez, un modo de que tales establecimientos estatales tengan ofertas, tampoco pueden ser la vía para que paguen los consumidores.
Desde los gobiernos hasta la dirección del país han examinado con lupa la elevación de los precios, una de las mayores insatisfacciones y preocupaciones de la población hoy. Lo ha reiterado análisis tras análisis el Presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez, quien en una de sus intervenciones en la Asamblea Nacional, en diciembre del pasado año, reflexionaba acerca de la necesidad de fortalecer el desarrollo local, incrementar las producciones y revertir los altos precios en medio de un escenario de crisis económica internacional.
En esa misma sesión Alejandro Gil, ministro de Economía y Planificación, compartía una verdad como un templo: “La situación de los precios no se resolverá con normativas centralizadas, sino que implica una evaluación en la base, en el lugar donde se forman los precios, partiendo de la concepción de que las empresas estatales no funcionan bajo las lógicas de la economía de mercado. Se trata de un escenario de escasez de oferta y crecimiento de la demanda. Las empresas están para satisfacer las necesidades del pueblo, en un escenario donde no pierdan, pero tampoco se enriquezcan”.
Ha sido una batalla campal de todos, pero aún estamos lejos de la victoria. Aunque a fines de diciembre pasado, en Escambray se informaba que se habían impuesto más de 38 000 multas y la mayoría de ellas por tarifas abusivas o especulativas, ni tal sanción les ha logrado poner el cascabel a los precios.
La experiencia también va diciendo que cuando se les ha puesto topes ha sido un verdadero bumerán: o se violan las tarifas impuestas o se pierden los productos.
Habrá que intentar buscar de una vez por todas un equilibrio porque la balanza no puede seguir inclinándose a favor de que cada quien ponga a su antojo el costo que quiera por los productos que vende. Lo que resulta tan inadmisible como impagable es que los precios sigan en la estratosfera, y los ciudadanos sufriendo en la tierra.
(Tomado de Escambray).