Lo que pasa es que el fútbol es sagrado… No solo el fútbol, sagrado también resulta todo lo que nos garantice una vida «feliz» frente a nuestra pantalla de televisor o teléfono móvil. Los monos-pro somos así: amantes y ultradefensores de la felicidad.
No de cualquier felicidad, ha de aclararse. Existe una que se impone. Si esa felicidad no nos saca la baba de la boca ni nos hace lucir como perfectos estúpidos ante lo que nunca tendremos (llamémosle utopía pro-consumo), pues ahí no es.
El ser humano del siglo XXI ha relacionado, más de lo sano, dos conceptos: felicidad equivale a publicidad y, cuando no es así, la primera yace, de manera vergonzosa, dependiente de la segunda.
Para que la publicidad continúe «gustando» en el tercer mundo, es decir, causando su falsa imagen de felicidad, tiene que primero sembrarnos el parásito de lo infeliz.
El parásito de lo infeliz, histriónico y telegénico, dicharachero como el que más, es el que te ayuda a comprender mediante silogismos básicos por qué tú, pequeño ser, no puedes entrar a las filas de los universalmente «felices» ya que no tienes ciertas –o inciertas– cosas.
Día a día, ese parásito nos convence, con cara de preocupación y todo, que la palabra sencillez resulta un cuento de camino para embarajar la pobreza y es también el que, diciendo hablar del todo, solo abarca la parte.
Mientras, trastocando los niveles de importancia, suele decirnos que lo cuarto es lo primero y que lo vigésimo en la lista en realidad es lo segundo; o que el alimento para que todos no se mueran de hambre, la salud para que todos no se mueran de cualquier mosca y la educación, para que mínimamente no nos manipulen, son cosillas cuya suerte se le puede dejar al mercado, quien, por cierto, «mientras más libre mejor».
Gracias a la magia del parásito, las protestas sociales pueden estar removiendo las calles de un país, incluso de varios –como adivinen en qué «remoto» instante de la historia antigua y medieval–, una pandemia puede estar causando miles de muertes al día, apretándole cada vez más la soga al cuello a los sectores vulnerables… que a nosotros solo nos va a indignar –pero indignar de verdad, a lo verde como Hulk– que nos quiten el fútbol.
Esto explica –disertaría el parásito– por qué el fútbol-show «must go on».
Por eso es que, al igual que la Conmebol, trasladamos nuestro sincero agradecimiento al «lúcido» de Jair Bolsonaro, quien nos facilitará la sede de la Copa América y, por ende, nos garantizará el fútbol.
Ya el «malo» de Fenández, en Argentina, nos había negado el dulce, nunca mejor dicho, aludiendo a la tensa situación con la Covid-19. En Colombia, el «amistoso» de Duque vio los cielos abiertos con la sola posibilidad… se emocionó incluso, pero la calle le pudo más y, aunque después de un mes la policía y los paramilitares de civil, golpe a golpe y beso a beso desde la misma trinchera, continúan matando gente, la Copa en Colombia no podrá ser.
Pero en Brasil sí, Brasil… cuyas calles también se han inundado de gritones en los últimos días y cuya tasa de mortalidad por la pandemia supera por amplio margen a la de Argentina, nos dará el extra de fútbol indispensable que nos merecemos para echarle un poco de azúcar a este café amargo que es la vida, siempre y cuando haya café.
No le daremos importancia a que un juez de la corte suprema brasilera le ha pedido cuentas al «presi» por su repentina jugada, ni nos detendremos en que el Sindicato de Futbolistas Profesionales (FIFPRO) ha encendido alarmas ante el peligro que representa para la salud de los atletas desarrollar el torneo en tales condiciones y con tal carencia de tiempo para preparativos. Tampoco repararemos en que FIFPRO apoyará a cada futbolista que decida no participar.
Y de no llevarse a cabo la Copa América, quizás algunos amigos de nuestro cojo tercer mundo, agobiados por las propias cojeras que el subdesarrollo nos impone, se lancen a decir que, de contra que no hay pan, pues tampoco habrá circo.
Habrá entonces que revisar nuestras rabias, esas que al circo y al pan ponen al mismo nivel, y revisar si acaso no estarán mordidas por aquel bicho. No vaya a ser que tras nuestras protestas, más estridentes por el fútbol que por el «nuestro de cada día», tengamos la ilustre dicha de morir de hambre, bala o peste, llevándonos a la tumba la «maravillosa» sonrisa de quien logró ver los irrepetibles regates del último partido.