Allí el silencio es más denso que en el resto de la ciudad, solo interrumpido en ocasiones por las brisas que agitan los árboles en una sinfonía de tranquilidad.

Los sonidos, o la ausencia del mismo, dicen mucho de un lugar, son casi como la representación del alma de lo que allí ocurre o del sentimiento capaz de provocar en los demás.

El Cementerio de Colón no es un lugar agradable de visitar para muchos, allí la muerte toma una perspectiva diferente y se hace más real y palpable. Pero el ser humano, en su esfuerzo impostergable por entender todo lo que lo sobredimensiona, ha hecho de este lugar de descanso eterno una verdadera obra de la arquitectura y el arte.

La primera piedra de este campo santo se colocó el 30 de octubre de 1871 y no es hasta 1886 que se inaugura.

Por sus múltiples y majestuosos panteones, esculturas y edificaciones constituye la más amplia muestra de arte funerario en el país y la tercera en el mundo, solo superado por el Staglieno en Génova, Italia y el Montjuic en Barcelona, España.

Desde un panteón con forma piramidal hasta otra sepultura decorada con una ficha de dominó, el campo santo se nutre desde hace décadas de las más diversas curiosidades, mitos y folclore que la propia ciudadanía y la historia va entramando.

Uno de los sepulcros más visitados por el pueblo cubano es La Milagrosa. Este punto del cementerio se erige como muestra fehaciente de la mezcla de supersticiones y fe que tanto caracterizan a la cultura cubana.

Cuenta la leyenda que Amelia Goyri murió durante el parto con su bebé y años más tarde, al abrir la tumba, fue encontrada fundida en un abrazo inmortal con su recién nacido.

Desde entonces miles de personas de toda Cuba van en busca de su ayuda con las más diversas peticiones, deseos y promesas, para que Amelia obre el milagro.

Y así, en una incesante cadena de esperanza, los fieles acuden a su Milagrosa con todo tipo de ofrendas y agradecimientos, los cuales descansan sobre la sepultura que tanta ilusión ha inspirado.

Otras tantas historias de amor, lealtad y sacrificio deben ser contadas si del Cementerio de Colón se trata. Como el impetuoso Monumento a los Bomberos, que se alza como el panteón más elevado de todo el campo santo, en honor a quienes el 17 de mayo de 1890 perecieron en el siniestro de la ferretería Isasi, en La Habana.

O la de Jeannette Ryder, quien fundó a principios del siglo XX la Sociedad Protectora de Niños, Animales y Plantas, también conocida como Bando de Piedad. Luego de su fallecimiento su perra la visitaba todos los días y se quedaba dormida a los pies de su tumba, hasta que por ley de la vida también murió.

Esta mujer, quien dedicó toda su vida a acabar con las injusticias de este mundo y proteger a la naturaleza, descansa junto a su incansable Rinti.

En sus más 56 hectáreas de extensión, el Cementerio de Colón se instituye con más de 56 000 mausoleos, capillas, panteones, galerías u osarios, en los que reposan unas de 2 millones de personas.

El silencio espeso es quebrado por el choque de las hojas en los árboles, el canto de los pajaritos que ignoran la tristeza del lugar habitado, el llanto desgarrador de quien acaba de perder a alguien o por fragmentos de las conversaciones más sinceras que puedan existir.

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