Habana. Septiembre, 3. Fase 0. A penas amanece y los habaneros ya están en las calles. Los primeros rayos del sol iluminan los más atrevidos nasobucos. Las calles alternan entre llenas y vacías. Entre con tiendas y sin estas. La necesidad de alimentos y aseo campea en una batalla contra las medidas gubernamentales establecidas para el enfrentamiento a la Covid-19.




El distanciamiento social retumba como broma irónica en el pequeño espacio entre los vecinos de una cola. El nasobuco quizás detenga el virus pero no filtra las quejas de una sociedad que aguarda, en ocasiones, por horas la venta de cualquier producto de primera necesidad.
Una y otra vez se oyen los “¿por qué se demoran tanto?”, “¡qué digan qué hay!” y los “¿cuántos quedan?”. A veces estas intervenciones se vuelven ecos, en otras lo contesta el silencio y, en muy pocas, emerge una voz autorizada a dar respuesta. Mientras las autoridades competentes cifran la responsabilidad en multas. DOS MIL, es el número de moda.




6:30 pm. La tarde empieza a caer. Los nasobucos en las tendederas destilan el líquido que lucha por borrar el virus y los cuentos de una jornada, muchas veces, abrumadora.
6:59 pm. Las personas apuran el paso. Miran el reloj. Rezan porque no aparezca un agente del orden antes de llegar a su destino.
7:00 pm. Nadie. Absolutamente nadie en las calles. Comenzó el toque de queda.



Es reflejo total de la realidad, solo hay una palabra que se está usando que no me gusta, que es “toque de queda”, porque para nada lo que sucede en la ciudad es un toque de queda en verdaderos términos militares, con tanques en la calles, con patrullaje de fuerzas armadas ey mucha violencia expresa.