Tomado del perfil de Yaima Amanda Estrada Sotto, estudiante de primer año de Periodismo, Facultad de Comunicación, Universidad de La Habana.
Dice mi abuela que a veces quisiera volver a verme siendo una niña, cuando con solo un “vamos para el parque” ya era la chiquilla más feliz del mundo. Cada sábado sucedía lo mismo. Mis dos trenzas cuidadosamente elaboradas, el pomo del agua y a correr para Jalisco Park. Qué fácil es ser pequeña, pero hoy ya no soy la misma y, definitivamente, el parque tampoco lo es.
Cruzo la verja de entrada con la inocente ilusión de regresar al lugar de mi infancia. Pero todo ha cambiado tanto. Casi no reconozco el antiguo color verde entre la suciedad que carcome cada rincón. Estoy frente a un cementerio de metal, donde reposan las travesuras de mi generación y sabe Dios cuántas más.
Recuerdo que me encantaba navegar el mundo en los botecitos, ahora son solo barcos oxidados en una laguna que lucha por no secarse. El carrusel, la estrella, la montaña rusa, los carritos, aquí todo se desmorona cuando hace unos años este parque era el orgullo de mi cuidad.
No sé decir qué me gustaba más, si las paleticas de helado, el algodón de azúcar o las galleticas de chocolate; tampoco queda nada de eso. Pero lo peor es que aquí ya no hay niños, y si no los hay, ¿qué motivos le quedan a este lugar?
Ningún payaso que se precie trabajaría donde la tristeza ronda cada esquina, donde no hay risas, donde no hay burro al que ponerle la cola, donde no se escucha ni este acorde de la guitarra de Teresita. Es cruel ver cómo la realidad se cuela en cada rincón y destroza los sueños. Crecer siempre duele, pero ver esto duele más.
Llego a mi casa con una decepción indescriptible. “Aquí nada nace pa´ ser semilla”, argumenta mi abuela cuando le cuento lo que vi. “Mírame a mí, cada día estoy más vieja y no me queda nada de la jovencita que fui”. Sin embargo, ella ha tenido más suerte, “a ti no te dejaron sola, como a Jalisco Park”.