La música tradicional irlandesa no deja escuchar nada más. No hace falta. Con esa banda sonora asistimos, durante la fiesta de una boda, a la violación de Margaret, al reclamo de su madre al primo culpable, a la deliberación de los hombres de la familia una vez enterados, a la incertidumbre y el terror de la víctima.

Leí esta semana que debemos dejar de llamarles víctimas, sustituir el vocablo por supervivientes, cuando nos referimos a personas que han sido objeto de violencia de género… coincido, pero a Margaret aún le queda bastante por sufrir.

En un hospital Rose da luz a un bebé que le es arrebatado para entregarlo en adopción, contra su voluntad, mientras lo amamanta. Sus padres reniegan de una hija que se embarazó sin estar casada.

Por último, una Bernardette adolescente y bella coquetea, en el patio del orfanato donde vive, con jóvenes que se acercan para conversar con las huérfanas. En la distancia, los responsables del centro censuran la familiaridad de la chica.

Las tres compartirán un terrible destino —común a demasiadas mujeres—, magistralmente retratado en Las Hermanas de la Magdalena (2002).


En 2013, el entonces primer ministro irlandés, Enda Kenny, se disculpó públicamente por las décadas de estigma y las duras condiciones de las llamadas lavanderías de las Magdalenas, instituciones dirigidas por monjas católicas en las que mujeres “caídas en desgracia” realizaban trabajos forzados.

Kenny, líder del partido conservador y demócrata-cristiano Fine Gael, se había mostrado renuente a pronunciarse sobre el tema hasta poco antes, en consonancia con el “desconocimiento nacional”, que llevaba a muchos a mirar a otro lado cuando se trataba de la suerte de aquellas “mujeres de mala vida” o “criminales dementes”, que la moral católica dictaba estarían mejor encerradas, purgando sus pecados.

Antes, en 2011, la asociación Justice for Magdalenes, integrada por antiguas internas o descendientes, reclamó al gobierno de Irlanda que investigara las denuncias que desde la década de 1990 se estaban produciendo y compensara a las víctimas. El gobierno respondió que el Estado no enviaba mujeres a esos asilos. Las, ahora sí, supervivientes, no se conformaron, y llevaron el caso al Comité contra la Tortura, de Naciones Unidas.

Como resultado, se constituyó una comisión encargada de elaborar un informe. La investigación concluyó que el gobierno sí había llevado a mujeres por delitos como no pagar un pasaje de tren, mendigar o robar —de ahí la disculpa del premier—, también que muchas estaban allí por su voluntad, que el promedio de estadía era de siete meses y que las lavanderías no se beneficiaban económicamente de las labores que realizaban. Como colofón, el documento concluyó que «maltrato, castigo físico y abuso (…) no ocurrió en las lavanderías de las Magdalenas».

Más de diez años antes, en 1993, el descubrimiento de una fosa común con 155 cadáveres en los terrenos del convento de una de las lavanderías comenzó a levantar suciedad. En 1998 el documental Sex in a Cold Climate exponía tres testimonios escalofriantes y cuatro años más tarde Las hermanas de la Magdalena se inspiraba en el material para ficcionar una historia llena de vejaciones, abusos sexuales, manipulación psicológica, y trabajo esclavo.

La cinta que internacionalizó la denuncia resultó demoledora —disciplina férrea, golpes, humillaciones, hambre, resultaban parte de la rutina de las prisioneras—, aun así, una exreclusa, Mary-Jo McDonagh, le dijo a su director, Peter Mullan, que la realidad de los asilos de la Magdalena era mucho peor que la descrita en la película.  

Con todo ello, resultaban casi inconcebibles las conclusiones de la investigación llevada a cabo una década después. Casi, pues el senador Martin McAleese, a la cabeza de las pesquisas sobre lo ocurrido tras los muros de los conventos, es un devoto católico.


McDonagh le recriminó a Mullan haber sido muy blando con su representación de las monjas que esclavizaron mujeres —madres solteras, prostitutas, huérfanas o sencillamente jóvenes demasiado bonitas— por décadas, mientras amasaban un patrimonio millonario prestando servicios a conventos, restaurantes, el aeropuerto, la estación central de tren en Dublín y ministerios gubernamentales, lo que nos hace pensar que ninguna ficción será capaz de retratar la horrorosa realidad de lo acontecido hasta que la última lavandería cerró en 1996. Sin embargo, Las hermanas de la Magdalena realiza un conmovedor abordaje del tema, que no se queda solo en los abusos puntuales, sino trasciende para criticar la hipocresía religiosa, la moral católica que pone el tabú por encima de la humanidad, el machismo que coloca a la mujer como pecadora/objeto de pecado, mientras ignora o justifica la responsabilidad del hombre.

El largometraje que narra las vivencias de tres jóvenes secuestradas de su realidad con el beneplácito de sus allegados y obligadas a (sobre)vivir en una pesadilla, fue aclamado por la crítica y el público cuando se estrenó en el Festival de Cine de Venecia, alzándose con el más alto galardón del certamen, el León de Oro. Asimismo, recibió dos nominaciones a los premios BAFTA —Mejor film británico y guion original— y fue nominado como Mejor película extranjera en los premios Independent Spirit.

La historia de Margaret, Rose y Bernardette tiene un final “feliz”, si luego de dos horas de sufrimiento puede llamársele de ese modo. No así la historia de miles que, en los peores casos, crecieron en esos lugares, quedando traumatizadas de por vida y, en los más trágicos, incluso murieron sin recuperar su libertad.

The Magdalene Sisters también ha sido comercializada en español bajo el título En el nombre de Dios, ligera ironía pensada para recordarnos que, “el pecado”, se presenta en los más diversos envoltorios.

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