Por Mario Almeida
Lo primero que haré –luego de apretujar a par de viejos que tengo regados por ahí– será agarrar del moño a la casa de campaña y perderme, de forma casi literal, en busca de amaneceres.
Llegaré a la terminal, tomaré turno en la lista de espera y me sentaré a leer un libro durante horas, en medio del barullo y el sonido roto de los altavoces. Con paciencia, que es algo que hemos sabido alimentar en estos meses, esperaré la guagua y, cuando llegue, pagaré el pasaje, abordaré y, muy probablemente, quedaré rendido tras reclinar un poco el asiento.
Algún bache me abrirá un momento los párpados y me descubriré en medio de la carretera con esa visión mágica del monte borroso tras el cristal, monte que se fuga veloz como primer plano y, como segundo, las lomas en eterno y delicado traveling.
El dolor de la prolongada inmovilidad irá conmigo cuando “aterrice” en una ciudad desconocida, con algo de dificultad me colocaré la mochila e iré tras algún camión de los que ruedan desde la vieja república.
Montarán personas de cualquier rango etario, condición física, sexo, montarán corteses, silenciosos, confianzudos, carnavalescos, chismosos preguntones y hasta gente normal, de la que calla y mira al piso mientras el camión avanza a tientas hasta algún pueblo, del cual solo tendré referencias virtuales hasta ese instante.
Haré preguntas, me tratarán como extraño, indicarán… me sorprenderé con las diferencias y las exactitudes productos de mis comparaciones, me deprimirá el hecho de que la gente no es tan buena y me alentará la realidad de que el malo, en su formato puro, tampoco abunda.
Puede que pase otro par de horas a la sombra de una iglesia en espera de “algo” que no conozco, que puede ser un ómnibus, un tractor, otro camión, un carro… que con suerte me guiará hasta cualquier loma donde pueda anclar hasta el siguiente día.
Tarde o temprano habrá de ocurrir y, entonces, llegaré por fin con los ojos inmensos del que intenta verlo todo de una sola pasada y moviendo la cabeza hacia todas partes como un imbécil… Caminaré sin más rumbo fijo que la intuición y, en un claro de hierba y horizontes generosos, tenderé mi casa y escrutaré los ríos.
Una pequeña fogata para el caldero, unos espaguetis de mediana calidad, tirando a mala, la noche apagará al día cual mano callosa a una vela y yo, tras pensar en cómo será la vida cuando baje de la loma, quedaré dormido.
La zozobra propia del lecho foráneo me hará despertar de madrugada, volver a dormir, a despertar, hasta que todo se comience a ver grisáceo y la luz de a poco se empine tras lejanos picos.
Quedaré embobado mientras la hierba húmeda del rocío me moja las nalgas y después sacudiré la testa y me pondré a recoger todo. Suena pretencioso, pero lo haré… será lo primero cuando la vida antigua esté de vuelta.