Entono el mea culpa sin demasiados excentricismos, pues el asunto debería repelar la primera persona para adentrarse más en el fenómeno que, en esta ocasión, constituye el progreso de un jugador de fútbol. Pero si las redes no mienten, mi caso expone los mismos argumentos de una masa amplísima de gente. Creí a Vinicius un jugador condenado al fracaso. Hosco, torpe, demasiado grandilocuente para tan poca eficacia, no tendría opciones de prosperar en un deporte tan complejo. Así lo vi y hoy el tiempo me quita la razón.
Tampoco está dicha toda la verdad. Vinicius Jr., que hoy goza de la confianza absoluta de Carlo Ancelotti, quizás solo necesitaba eso para navegar como pez en las aguas siempre convulsas del Real Madrid. Y, en este inicio de Liga, ha sacado su faceta más potente. Al indiscutible poder de desbordar e irrumpir en las retaguardias rivales cual terremoto imparable, ha añadido el acierto de cara al arco. Justo lo que le faltaba.

Muchos achacan ya la incipiente mejoría a la obra y gracia del señor, mas en el fútbol, demostrado está que ni siquiera el todopoderoso puede enderezar casos perdidos. No es milagro, ni tampoco casualidad. Esas excusas superfluas validan el cartel de muchos hinchas como fanáticos abocados a criterios uniformes, condicionados por el color de sus bufandas. La clave es el trabajo y la práctica. El deporte va de automatismos y solo el sudor corona a los atletas.
Cuando Vinicius, el joven brasileño, aterrizó en Barajas para firmar junto a Florentino Pérez su vínculo al Madrid, todos los diarios le auguraron éxito. Y al tercer regate vistoso le ciñeron el Balón de Oro. Flaco favor de una prensa que le ha encumbrado una y otra vez y en ocasiones le machaca sin razón. Vivir en el ojo de todo el conglomerado mediático, simplemente por vender, constituye ya la primera tonelada de presión instaurada en las espaldas de Vinicius.
Y aunque, repito, siempre le vi un lastre más que un puntal en la ofensiva merengue. Incluso consciente de que un tipo que sabe cien veces más que yo de fútbol (Santiago Solari) vio algo en él, nunca dejé de reconocerle su irreverencia. Fallaba mil veces y volvía a intentarlo, con todo el descaro del mundo, da igual si la muralla de enfrente llevara en su espalda el nombre de Piqué o de Oscar Duarte.

Fallé en el vaticinio de crucificar a un jugador imberbe simplemente porque no le salían las cosas. A saber dónde habrá escondido Picasso sus primeros cuadros, o cuan lejanas a su típica elegancia pudieron ser las crónicas de Juan Villoro en los inicios, años antes de asegurar que Dios era redondo y rendirle pleitesía en sus textos cada fin de semana. Solo los eruditos triunfan como novatos. Y no todos.
Pero en auténtico lenguaje futbolero, para alcanzar la gloria hay que meter la pelotita entre los dos palos y el travesaño superior. No valen las florituras, ni las ganas. Los caños y las infructuosas imitaciones maradonianas siempre garantizan espectáculo, también quedan solo en eso: espectáculo. Poco más. A nadie le dieron un Balón de Oro por las mejoras gambetas, por mucho que titulares osaran provocar semejante expectativa.

Por suerte, La Liga del 2021 nos ha traído este nuevo regalo, extrapolado a la cancha en forma de jugadas que coronan su belleza al rebasar la línea de gol. Y aunque perfectamente puede ser un espejismo, admito el error de juzgar sin reparos a un tipo trabajador.
Si sigues así, Vinicius, no podré plantarme otra vez con decencia en un debate sobre fútbol.