Nos despertamos sobre las cinco de la mañana, nos apropiamos del auto y atravesamos toda la ciudad. Atrás quedan las barriadas de Pastorita, Peñas Altas, La Playa, Pueblo Nuevo… la madrugada matancera, o al menos esta parte relativamente cercana a la llegada del sol, nos presenta una ciudad desierta, encendida y bañada por la bruma que viaja a través de los valles que acompañan a los ríos, hasta poco antes de desembocar en la bahía.
Enfilamos por Contreras, una de las arterias principales de la urbe y que, según Ercilio Vento, historiador, demarca, junto a su paralela: Milanés, el punto donde la carretera central alcanza su mayor pendiente en Cuba.
Ascendemos y ascendemos más aún después de girar a la derecha por Mujica y llegar hasta donde muere –¿nace?– esta calle, que increíblemente comunica los pantanosos sembrados de arroz, allá abajo en la barriada de Bachichi, con la cumbre de la ciudad, aquí, en la ermita de Monserrate, donde la humedad retrae músculos y resiente huesos.

Es de noche, insisto. Luces amarillas casi fantasmagóricas alumbran la carretera por la que acabamos de llegar. Crecer en Matanzas es sinónimo de vivir escuchando historias «de sangre» de este sitio que uno jamás sabe a profundidad cuánto de cierto tienen. Aquí la soledad nocturna sobrecoge, por tratarse de un campo demasiado cercano a la ciudad.
Aquí, donde con cada paso en la hierba hacia el punto exacto que casi instintivamente busco, las propias manos se pierden más y más en el mundo de lo oscuro, incluso hasta sentir, por cuanto no se advierte, que el teléfono desde donde se proyecta la linterna va flotando en el aire… por sí solo.

Todo es fantasmagórico a esta hora en torno a la ermita de los catalanes: los imponentes árboles, las estatuas de su jardín, los susurros del monte… y sin embargo, la vista de la ciudad prendida en espera del sol se roba todo el protagonismo.
Monserrate no es solo el borde de dos mundos, también se trata del borde de un abismo. El viajero que a estas horas pone un pie por acá no imagina que está apenas a unos metros de un despeñadero que se precipita hasta el río Yumurí. Estamos sobre una de las lomas que mágicamente encierran al valle del mismo nombre.

De a poco va amaneciendo, aunque falta bastante para que asome el sol. Este punto, que se yergue por encima de todo, es como una especie de palco. Solo los conocedores a fondo del «teatro», como estructura, advierten con antelación el agregado de magia que tiene la obra, tan solo por disfrutarla desde aquí.
Estar desde poco después de las cinco de la mañana en este lugar es una apuesta, una jugada, en la que se conjugan el instinto, la memoria afectiva y los silogismos del buen analista. Todo para ver el show.

Amanece con algo más de fuerza y el valle de Yumurí nos entrega su espectáculo. Laura está completamente desorientada y cree que esa niebla cubre un mar. Cualquiera lo creería.










La ermita de Monserrate, definitivamente es un sitio ideal para esperar el sol, pero no el único. La próxima semana le mostraremos este espectáculo desde El Pan de Matanzas.