Y nos fuimos al mar. Buscamos un recodo de pescadores y lanzamos al agua un anzuelo, quizás comprado a sobreprecio, impulsado por un tornillo.
Cuando va cayendo la tarde, junto al mar, ya el sol no duele y la ciudad se ve cual desde otro planeta. Todo es silencio, todo, silencio con el mar de fondo. El sonido del mar no rompe silencio alguno, solo lo encuadra.
Si el mar no estuviera decorando tanto silencio puede que esto fuera una tortura, como cualquier cabina de radio en la que te sientas a esperar minutos y minutos, en lo que el técnico emite la roja luz para hablar.
El silencio de las cabinas de radio es mágico, mas peligroso. El silencio de las cabinas se te cuela como un vacío por las orejas y le da altavoz a tus locuras, inseguridades, miedos. En días de revuelta emocional, esperar minutos dentro de una cabina de radio es un suicidio.
Pero el mar no, por eso hemos venido a lanzar la tuerca, tras haber lanzado el tornillo y que este nos abandonase por allá abajo, enamorado de cualquier piedra. Entonces la tuerca… rumbo al húmedo espacio que jamás conoceremos.
Pescar desde el risco es una acción a ciegas, casi un acto de fe. Leer en braille los indicios del mar. Hay que saber leer para sacarle algo al agua, como hay que saber leer para sacarle algo a la tierra. Hay que saber leer hasta para empinar un papalote.
Pobres de todos los que osamos con retar al agua, a la tierra y al viento desde el imberbe empirismo. El mar se burla como el que más del que no sabe, lo abochorna, lo engaña. El mar nunca va en serio con imberbes a no ser para aplastarlos, el mar es otra cosa… de hecho, es la otredad.
Pero la pesca, para algunos, solo es la escusa. Algunos solo venimos en busca del silencio enmarcado por las olas que rompen y a cambio al mar le damos nuestra estampa tonta sosteniendo un nailon, estampa estéril, estampa inofensiva…
El mar necesita de los tontos para validarse y alguien tiene que sacar la cara y dársela, porque, por el bien de todos, el mar puede dejar de ser cualquier cosa menos válido. Si se le pierde la fe, ¿qué nos queda? ¿Adónde irán a sentarse la tristeza, la locura, el infortunio si el mar deja de ser?
Por eso también hemos venido, para luego poder decir por todas partes que el mar no ha muerto y que allí sigue, allí.
Y nada pica, jamás en la historia de la humanidad una carnada fue tan dejada en visto. Ya perdí un anzuelo, mi tuerca, mi tornillo. «¿Qué más habré de darte, inmundo, qué más?», pienso… pero sigo, porque no todos estamos lo suficientemente entrenados para tragar de un sorbo el sulfúrico elíxir del fracaso. ¿Pero quién nos manda a no saber leer?
Un hombre con cara de mar se acerca al risco, se acerca al risco desde el mar, en una gruesa balsa de hombre pobre, balsa de retazos. La balsa se acerca a mí, se acerca, y justo cuando está a punto de romper contra las piedras detiene sus remos.
Me mira con rostro pícaro, saca de alguna parte un buen pez y me lo lanza.
«Es mejor que se lo coman ustedes a que se me pudra a mí en la balsa. De aquí a mañana se me pudre, de aquí a mañana ya no».
El hombre retoma el rumbo hacia la puesta de sol y, desde un poco más allá, grita: «Vaya, para que nadie diga que te fuiste en blanco».
Yo me río mientras lo recojo todo, miro y pienso: «te quedó buena, mar, te quedó buena…»