Decía mi abuelo que, siguiendo la ruta de la sangre, los tiburones subían por el río Yumurí hasta la margen de la tenería y que se les veía ahí, a flor de agua, esperando las nuevas tandas de desechos animales.
De aquel sitio, recordaba siempre una copla de trabajo demasiado vulgar y terminaba contando las maldades que los trabajadores ideaban contra ellos mismos.
La más peculiar, casi absurda, resultaba la relacionada con un hombre inmenso, de carácter más pausado de lo común y mansedumbre tal, que la picaresca de los obreros ciertamente no perdonaba. Pepón, según mi abuelo, se llamaba aquel gigante.
Todo era inmenso en Pepón, todo. Por eso, cuando buscaba la quimérica tranquilidad de una apartada cuarta de tierra donde hacer sus necesidades y se agachaba, no solo se quedaba dormido en aquella posición, sino que parte de su pene alcanzaba el suelo y contra él quedaba, recostado.
Aprovechando el paquidérmico sueño, los colegas le zafaban el lazo de los cordones y con las mismas tiras le ataban el genital a algún zapato.
El resto era simple, desatar el susto para que, acto seguido, un alarido de gigante colmara el valle de Yumurí, seguido por las risas y el «nadie fue», mientras los tiburones se arremolinaban en el río, atormentados por la sangre de las vacas.
Inmenso y lento resultaba también un guajiro bonachón de «la previa» de cuyo nombre jamás podrá acordarse ninguno de los reclutas. Por sus casi dos metros de altura, la corva en la espalda, el rostro colorado con matiz de fatiga y su caminar de buey cansado, aquel joven de 18 años fue bautizado ante la tropa como el Perezoso.
Y era Perezoso para arriba y Perezoso para abajo; Perezoso, buenos días; Perezoso, buenas noches; Perezoso, ¿qué te pasa?; Perezoso, corre. En determinado instante, fue incluso llamado –cariñosamente– «el Pere».
Pero como toda nobleza tiene límites, llegó el día en que el Perezoso, guajiro retraído, desbordó su complejo. Fue en el comedor, mientras «el Pere», con bandeja y paño, recogía las sobras de comida que los apresurados reclutas habían dejado sobre las mesas de granito, que se empataban en largas filas.
Un desagradable, tan anónimo ante la historia como el mismísimo nombre del Perezoso, se burló frente a todos de aquella estampa cóncava y lenta, teñida por un verde que se encartonaba ante el mínimo sudor del día.
–Eso es lo tuyo, Perezoso, eso es lo tuyo–, dejó ir con tal grado de desprecio, que no tuvo tiempo casi para reaccionar al bandejazo sucio que el Perezoso le escachó en la espalda… y enredo y golpes… y enredo.
Horas después, el teniente entraba como un bólido al dormitorio de la compañía, gritando un firme totalmente anacrónico, por su rudeza, con la pequeña talla que vestía. El Perezoso iba a su lado.
–Por fin, ¿cómo es que tú te llamas, mijo?–, inquirió el teniente a voz media. El recluta le susurró el sustantivo propio y, al ver el teniente que jamás recordaría aquello, acabó gritando:
«Escuchen para acá todos los que se creen graciosos, el próximo que le diga Perezoso al Perezoso, con quien se va a fajar es conmigo».
En el acto, la compañía sucumbió en una incontenible carcajada y el Perezoso, con su caminar arrastrado y semblante de misericordia, se encaminó a su cama, aceptando, sin nada más por hacer, su irremediable condena.
Mi primo terminó su servicio militar manejándole a un teniente coronel de la antiaérea. Sobre un Jeep Waz, le gustaba decir, tenía fama de volar bajito por las carreteras de Matanzas, tanto, que un general a bordo cierta vez le dijo que quizás tendría que manejar en tenis, porque, al parecer, las botas le pesaban mucho sobre el acelerador.
Fue precisamente con el general de copiloto y el teniente coronel en los asientos traseros, que el temerario chofer de gorra encajada en la nuca cruzó, disque a cien kilómetros por hora –para hacer gala de su condición de cuentista– una línea ferroviaria que cortaba un camino tan cerrado y tupido por el marabú, que habría resultado imposible advertir cualquier peligro.
El general miró imperceptiblemente a su izquierda y el teniente coronel se inclinó hacia el frente para, dando suaves palmadas al hombro del soldado, espetar suavemente: «Guardia, usted sabe que a por aquí pasan trenes, ¿verdad?».
–No se preocupe, jefe; a esta hora siempre pasan vacíos.
El general soltó una breve risa.
Veinte minutos después, desde los espaciosos asientos de la parte de atrás, el teniente coronel, como tocado por una luz de entendimiento, dio un brinco y gritó incontenible en medio del carro:
«¡Anormal! ¡Vacío también nos mata!»